martes, 12 de diciembre de 2006
EL PIE RESTANTE
BIENVENIDOS A EL PIE RESTANTE
Como debut simplemente explicaré el título del blog.
El Pie Restante fue el nombre de una ilusionada, bien hecha pero efímera revista literaria que se creó en Alcoy hace unos años. No es que me haya apropiado del título, sino que éste se extrajo de un relato mío que podéis leer a continuación.
LA FUNCIÓN
Cuando mi amigo Lázaro me comentó animosamente que había adquirido dos entradas para la demostración de un tal Román Dante y su Pie Restante no supe bien si debía alegrarme, o, por el contrario, excusar de algún modo mi repentina imposibilidad de acudir a la - a priori - extraña representación. No era yo por aquel entonces, ni en realidad lo he sido nunca, muy amigo de espectáculos circenses, dato que al parecer Lázaro no debía de conocer. Naturalmente, agradecí su gesto por haberse acordado de mí, y mientras buscaba el pretexto adecuado que no hiriera sus sentimientos (pues es mi amigo un ser muy sensible a los desagravios), mi veloz y descontrolada imaginación elaboraba miles de hipótesis acerca del modo en que el tal Román habría sufrido la terrible amputación. Que ésta había existido se podía deducir con facilidad, pues de haber sido una desgracia de nacimiento, el adjetivo utilizado habría sido sin duda otro: sólo “resta” parte de aquello que antes fue mayor o completo. En fin, pensé en campos de minas en una espantosa deflagración, por atreverse a deambular por países en pleno conflicto bélico (o recién finalizado éste); en algún desgraciado accidente de automóvil (del que nuestro personaje podría bien haber sido víctima o culpable), e incluso en la posibilidad de un ataque inesperado por parte de un escualo durante una imprudente excursión a nado por arrecifes de coral. Cuanto más lo pensaba, más desagradable se me hacía imaginar a un señor cojo demostrando ante los incrédulos ojos de un público provinciano sus habilidades con el pie que había tenido a bien perdonarle el destino. Rápidamente hice un repaso a todo aquello que podría constituir el espectáculo. Probablemente el show constaría de pruebas de equilibrio, incluso juegos malabares, o habilidades diversas adquiridas, dignas de un contorsionista o prestidigitador. Claro está, con el morbo añadido de la mutilación. Si la actuación no resultaba ni divertida ni interesante, lo que yo no me atrevía a descartar, al menos provocaría la lástima y la simpatía propias de almas caritativas.
Con asombro comprobé la expectación que el inusitado evento había despertado en el habitualmente aburrido pueblo, sumido en la rutina. Con mi curiosidad finalmente picada, y dispuesto a averiguar cuanto más me fuera posible acerca del artista, indagué entre la gente (pues suele haber entre los corrillos callejeros más información y sabiduría que en los libros), pero no obtuve más que vaguedades y desinformación general. No sólo nadie lo había visto en persona, ni oído referencia alguna, pues había sido contratado a través de un representante de poca monta, sino que las especulaciones iban, poco más o menos, por el mismo camino que las mías, hasta tal punto que al final todo el mundo daba por hecho que iba a ser así, y el bulo que se formó pasó de la suposición a la aseveración irrefutable. Ya se sabe cómo las informaciones crecen y se transforman a medida que corren de boca a boca. Y no siempre por malicia ni con intenciones difamadoras, sino también simplemente por inocentes errores sucesivos de transcripción achacables a la ignorancia y al deseo de impresionar.
Llegó por fin el día señalado, y prácticamente todo el pueblo (menos los niños, por la impresión) estaba en el casino, abarrotando el aforo del salón de actos, esperando, sentados en incómodas sillas plegables, a que hiciera su incompleta aparición Román Dante, cada uno con sus argumentos preparados para cualquier caso: si era un fenómeno y le salía bien, para aplaudir su increíble habilidad; si, por el contrario, el espectáculo resultaba flojo (o patético, todo cabía dentro de lo posible), para justificar la tenacidad y el denuedo que había demostrado para superar el infortunio. En medio de la tensa espera se alegó falta de respeto para echar a la calle a uno que había tomado un par de copas, y allí tuvo que quedarse. Argumentó cuando pudo causa de necesidad para justificar su copeo porque - según dijo - siempre se ponía muy nervioso cuando veía alguna actuación de ese tipo: malabaristas, gimnastas... cada vez pensaba que se iban a caer.
A la hora en punto sonó la música rimbombante aunque algo distorsionada en un radio-cassette bastante destartalado, y el mismo sujeto que había actuado de representante hizo ahora la presentación del artista. Se hizo el silencio, cesó aquel murmullo y no volvió a oírse una mosca hasta que se corrió el improvisado telón y apareció, junto a una señora entrada en años, con poca ropa que tapase sus carnes, fofas y fláccidas, un hombre bajito y moreno que, con pantalones bombachos y camisa negra con lentejuelas, sonreía ampliamente al público mientras un tenue foco alumbraba sus... ¡dos pies! , descalzos, limpísimos, apoyados en una alfombra de dormitorio. El silencio duró un instante, y junto con un renaciente murmullo, un silbido aislado inició lo que poco a poco se convirtió en una gran pitada, acompañada a su vez del lanzamiento de los más diversos objetos; y con los consabidos gritos de “fuera”, “estafador” y “que nos devuelvan el dinero” de fondo, y la ayuda de la siempre dispuesta Benemérita, el local se vació. De nada le sirvió al artista intentar explicar a los más rezagados en qué consistía el espectáculo, ni el tipo de operaciones aritméticas que su pie izquierdo era capaz de realizar. Nadie le escuchaba. Desistió pues, temiendo el linchamiento, aún sin explicarse los motivos de la hecatombe. Así que, mientras se vestía de paisano y se calzaba sus deportivos, junto a su ayudante que, a medio vestir, sollozaba en un rincón, le dijo a su atónito representante:
- No entiendo nada. No me vuelvas a buscar trabajo en un puñetero pueblo.
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